En la edición del 30 de marzo pasado, en el diario
Página 12,
Juan Sasturain nos entrega un hermoso artículo sobre el escritor
Julio Verne ( 1828-1905 ), que aquí reproducimos:
VERNE, de ULTIMAS
Se acaban de cumplir, esta semana pasada, ciento diez años de la
muerte de Jules Verne, un monstruo de la imaginación que, de algún modo,
nos fabuló también a nosotros. Acaso valga la pena recordar cómo fue
eso. Un tema sobre el que nos gusta volver.
Como todo el mundo sabe, Verne fue el fundador de un subgénero
narrativo exitosísimo, la novela de aventuras moderna con base
científica y exótica ambientación geográfica –los llamados Voyages
extraordinaires–, ya que para tener una aventura, pensando y escribiendo
desde Europa, había que viajar, o el hecho mismo de viajar –por la
naturaleza novedosa o sorprendente del vehículo– ya constituía una
aventura. Para lograr el efecto de asombro deseado, el sedentario de
Amiens forzó creativamente los límites del conocimiento de su época
–esos cuarenta años que comprenden el último tercio del siglo XIX y el
arranque del XX– cuando los descubrimientos geográficos y los inventos y
avances tecnológicos eran noticia cotidiana. Verne los convirtió en el
motivo principal de atracción de sus historias.
Lo notable es que esas novelas, como su Phileas Fogg –fijado para
siempre con la apostura del maravilloso David Niven–, dieron la vuelta
al mundo y fueron leídas por los jóvenes –y los que no lo eran– de todas
las latitudes. De ese modo, Verne les devolvió a sus lectores la
historia y el entorno propios, pasados por su imaginario personal. Es
notable eso. Y nos implica. Porque es lo que les sucedió hace cien años y
les sucede aún hoy a los ocasionales lectores argentinos con El faro
del fin del mundo, el relato por el cual, por obra y magia del novelista
francés, este extremo americano se convirtió en domicilio ocasional de
la aventura y la Isla de los Estados y su luz encendida en el confín
civilizatorio entraron (y salieron) de la gran historia literaria.
El faro del fin del mundo no es una historia en que la invención
científica o la novedad tecnológica –el globo, el submarino, la
excursión bajo la Tierra o a la Luna– sea el centro de interés, algo
habitual en algunas de las más conocidas y mejores novelas de Verne.
Aquí, como en las aventuras en los hielos árticos o en las altas
cumbres, la aventura surge de la hostil inaccesibilidad del paraje,
ajeno a la experiencia del lector por su lejanía, en cruce con el
esfuerzo de la avanzada civilizatoria por hacer pie allí, pese a la
dificultad extrema. Y es mucho más importante esa idealizada oposición
entre el solidario empeño humano y lo natural salvaje –las descripciones
de la ominosa costa de la isla y de las tormentas antárticas, aunque de
segunda mano, son formidables– que la intriga propiamente novelesca.
En realidad, la trama es un mero pretexto, como en muchos otros
Voyages extraordinaires que hicieron fama y fortuna del autor –y sobre
todo, de su editor, el rápido Hetzel–, en los que la localización
geográfica y la información histórico-científica son previas y más
importantes que la invención de un argumento que sólo sirve para
ilustrarlas. Por eso, desde ya, El faro del fin del mundo no es una gran
novela.
Ni siquiera es una novela grande, comparada con las notables y
justamente célebres Viaje al centro de la Tierra, La vuelta al mundo en
ochenta días o Veinte mil leguas de viaje submarino. Es corta –y
estirada, además–, sin mucho ingenio aventurero, con poca o ninguna
intriga y ausencia absoluta de personajes con algún interés o
complejidad. “Se trata de uno de esos relatos que tardan en arrancar,
fruto de la vejez de Verne”, dice su último y mejor biógrafo –un sajón,
no un francés–, Herbert Lottman. Lapidario.
Pero la precariedad y las limitaciones del único relato del autor
que transcurre totalmente en territorio argentino –también en la
excelente Los hijos del Capitán Grant hay episodios que se desarrollan
en el sur patagónico, con inundación y salvataje en la copa de un ombú
incluidos– tienen sus atenuantes:
El faro del fin del mundo es la última
novela que el fatigado artesano produjo de su puño y letra, el
compromiso final de un fabulador incansable que trabajó hasta el final.
Fallecido el 24 de marzo de 1905, cuando comenzaba la primavera boreal, a
los 77 años, Verne no llegó a ver esta novela impresa. Primera de la
serie de narraciones póstumas, comenzó a publicarse en el Magasin
d’éducation dos semanas justas después de sus funerales. Como si no
hubiera pasado nada.
El argumento es tan simple como su hermoso y sugestivo título. La
historia comienza cuando las autoridades argentinas terminan de
construir el faro en el extremo este de la Isla de los Estados y lo
dejan funcionando y en custodia de tres solitarios cuidadores –Vázquez,
Felipe y Moriz–, que sólo han de ser relevados cuando, tres meses
después, regrese el aviso Santa Fe con la nueva dotación. El barco se va
y prácticamente de inmediato la reducida guarnición es atacada por
piratas cuya existencia no había sido advertida durante los meses de
construcción del faro. Los malhechores que, varados en la isla desde
hace mucho tiempo, viven y medran de los barcos que naufragan y hacen
naufragar, han reunido tesoro y provisiones en una caverna pero sólo
buscan, ahora, el medio de abandonar el lugar, huir hacia el Pacífico
Sur, a disfrutar al sol de lo que tienen y a acrecentar sus tesoros.
Comandados por el perverso Kongre, que tiene a Carcante por
lugarteniente, los piratas matan a Felipe y a Moriz; pero el combativo
Vázquez escapa, armado y con provisiones, al interior de la isla. Los
malvados apagan el faro, que servía de única alerta a los navegantes, y
se dedican a reparar una nave que han capturado y que deben poner en
condiciones de navegar en mar abierto, antes de que se cumplan los tres
meses y los sorprenda el regreso del aviso Santa Fe con al comandante
Lafayate al mando.
Toda la intriga –levísima– consiste en una serie de rotundas
casualidades que permiten, sucesivamente, que Vázquez descubra la
caverna donde los piratas guardaban tesoros y víveres, que la tormenta
descomunal entorpezca las tareas y no permita acelerar los trabajos y la
huida de Kongre y los suyos, que haya un naufragio de un barco
norteamericano durante la terrible tempestad, y que Vázquez salve al
decidido John Davis. Finalmente, juntos y como improvisados comandos, el
argentino y el yanqui –que incluso salva un cañoncito y pólvora de su
propio barco– impedirán la huida de los piratas hasta el momento en que
llegue, guiado por el faro que Vázquez consigue volver a encender, el
providencial aviso Santa Fe. La imagen de la luz encendida heroicamente
para facilitar el tránsito y la conquista de las tinieblas es una
transparente alegoría del Progreso, para servir al cual las naciones (y
los hombres) no existen, se disuelven en el bien común de la Humanidad.
Eso es todo.
En diferente registro, poco menos de treinta años después, otro
francés más sensible y menos creyente en esos valores por entonces
derruidos por la Primera Guerra y la injusticia generalizada; un francés
que sí frecuentó esas latitudes y padeció la hostilidad de los
elementos, hará en Vuelo nocturno otro elogio más íntimo de la secreta
solidaridad entre hombres abocados a un servicio colectivo. Antoine de
Saint-Exupéry hace del Fin del Mundo el escenario en que sus sufridos
aviadores –como los fareros, los Vázquez de Verne– encuentran un sentido
de la vida en la lucha contra los elementos, unidos por una causa, una
tarea común.
Pero es estimulante pensar qué habrían hecho por ejemplo Joseph
Conrad o Jack London –otros hombres, otros excepcionales narradores de
la aventura que comienzan a crecer cuando Verne decae– con ese universo
multiforme del Fin del Mundo. Habrían iluminado (valga la referencia)
otras zonas. El polaco que escribió en inglés, cuando ponía a sus
antihéroes occidentales aislados en cualquier confín colonial –el
sudeste de Asia, el corazón de Africa–, solía ser muchos menos optimista
y más crudo que Verne. Puede leerse la patética historia del dúo de Una
avanzada del progreso para contraponerla a la versión y visión
vernianas. Un personaje como el increíble Luis Piedrabuena habría sido
carne de relato conradiano.
Y del salvaje London, ni hablar. El autor de The call of the wild
probablemente no habría soslayado otra fecunda cantera para el relato
que debido al corte quirúrgico realizado por Verne –desolar aún más la
isla, convertirla en la Nada con un faro– desaparece mágicamente del
escenario: la cárcel, que es la exacta contraparte del sentido atribuido
al faro. Las crónicas que al respecto escribe Roberto J. Payró para La
Nación y que reuniría después en La Australia argentina dan un indicio
de la riqueza narrativa y la potencialidad dramática de ese universo
siniestro, la movible cárcel que pasa del mismo emplazamiento del faro,
en San Juan, primero a Bahía Cook y después, en 1902, a Ushuaia, con el
episodio de la sangrienta fuga y cacería de presos, el ulterior juicio y
las ejecuciones. Así, la Isla como avanzada del progreso es foco de
luz; pero también, y a la vez, cuarto del fondo, lugar de depósito de lo
impresentable.
Visto en perspectiva y con todas las salvedades, el relato de Verne
tiene, pese a sus limitaciones literarias, la equívoca virtud de haber
fijado el escenario extremo del continente como espacio aventurable, que
es una manera nada despreciable de existir. Es debido a El faro del fin
del mundo que este maravilloso espacio y aquellas insólitas
circunstancias se han incorporado para siempre al imaginario universal. Y
con otro signo diferente del que arrastraban tradicionalmente. Hasta
entonces, aventurarse en las inmensidades heladas del Sur –ese mapa
inundado que da pavor– había sido para la literatura del siglo romántico
una oscura pesadilla demoníaca: en Coleridge y La rima del viejo
marinero; en el Moby Dick de Melville y sobre todo en La Aventura de
Arthur Gordon Pym de Poe, no hay luz sino abismos. Verne puso el lugar
en la historia, lo sacó del mito a su modo habitual. Y no es casual que
hayan sido otros franceses, hace pocas décadas, quienes se empeñaran en
restaurar el faro, la luz original tanto después. Y ahí está ahora. Fue
una manera de hacer que existiera aquello que habían leído, hacer que
fuera cierta la historia con que Verne, el Mago, los había persuadido.
Ese misterioso don de los buenos relatos que les permite competir
con la Historia –y a menudo imponerse a ella– es lo que define el
interés, la necesidad y el valor siempre renovados de la literatura.