REVISTAS MEXICANAS: La ZORRA y el CUERVO
    
	 
    
         
          
      
 
 
 
 
Artículo de Juan Sasturain,
para Página 12 del 10 de octubre de 2016 
 
El cuervo que leyó a Esopo
Cuando 
éramos chicos, a mediados de los años cincuenta, aparecieron por primera
 vez en los kioscos argentinos las que llamábamos –pequeños y 
consecuentes lectores de historietas– las “revistas mejicanas”. Decenas 
de títulos diferentes, gran tamaño y tapas a color e interior con color 
aplicado no demasiado prolijamente fueron suficientes motivos de 
atractivo para competir y muchas veces desalojar en los gustos del 
piberío a las más precarias revistas criollas en blanco y negro. Fue 
–para ubicarnos– el momento inmediatamente anterior al lanzamiento de 
Hora Cero y Frontera, las grandes revistas argentinas de aventuras que 
revolucionaron el género a partir de 1957 y durante un lustro 
prodigioso. Después, convivieron.
 
 
 
“Las mejicanas” tenían en el ángulo superior izquierdo un triangulito
 de identificación editorial. En unas decía SEA (Sociedad Editora 
Americana) y eran versiones traducidas de todo tipo de comics yanquis; y
 en otras decía ER (Ediciones Recreativas), que nos interesaban menos 
porque eran historietas didácticas tipo Vidas Ilustres, Vidas Ejemplares
 y otros títulos igualmente bienintencionados, plomos y mal dibujados en
 general, de origen mexicano.
Coleccionábamos las revistas SEA –luego sabríamos que se trataba de 
publicaciones unificadas bajo el sello de la poderosa y mítica Editorial
 Novaro– y si bien todavía no se distribuían las de superhéroes que 
luego serían legión, podíamos disfrutar de algún buen cowboy como el Red
 Ryder de Fred Harman mientras digeríamos mal las edulcoradas e 
infantiles aventuras de Roy Rogers, Gene Autry y otros inventos de la 
pantalla. El Llanero Solitario (The Lone Ranger, en versión libre y 
colonizada) y Tarzán eran buenos por las tapas y flojos de dibujo 
interior. Estaban además las series para chicas, como Susy secretos del 
corazón y –en cierto modo– la excelente estudiantina de Archi, de Bob 
Montana. Y había muchos títulos más. Pero, sin duda, lo mejor eran las 
series de personajes humorísticos.
 

 
 
 
En ese rubro, por una lado, estaban nuestros preferidos del dibujo 
animado pasados adocenadamente al papel –Porky, Bugs Bunny (convertido 
en “El conejo de la suerte”), El Pájaro Loco, Tom y Jerry– y por otro 
(acá viene lo mejor) ciertos genuinos comics de autor, obritas maestras 
de las que hemos conservado el mejor y más perdurable recuerdo: la 
clásica Blondie de Chic Young, retitulada Lorenzo y Pepita, la 
maravillosa Pequeña Lulú que firmaba siempre Marge y realizaban otros, y
 –de eso se tratará esta vez– las desaforadas aventuras de La Zorra y el
 Cuervo, un enigma, hasta hace poco, al menos para mí.
 
 

 
 
 
La revista de 32 páginas, como todas las de SEA, que llevaba en su 
logo las caritas asomadas de ambos bichos como en la versión original 
norteamericana (The Fox and the Crow), incluía regularmente un par de 
historietas del dúo mutuamente predeterminado y, de complemento, otras 
trivialidades que estaban muy lejos del ingenio de la historieta 
principal. Había por ejemplo un nene mejicano típico de cuyo nombre no 
puedo acordarme, con un burrito tan típico como él que siempre, el 
burrito, sólo decía “Ji-Jau” –lo que se traducía cada vez al pie de 
diferente manera…– y algún otro relleno. Todo desechable. Lo único 
importante era cada nuevo episodio de la batalla dialéctica, infinita, 
entre los fabulosos contendientes de estas fábulas ejemplares.
 

 
 
Pero antes de explicar de qué trataba y por qué era tan hermosa la 
historieta La Zorra y el Cuervo, cabe hacer un breve recorrido para 
conocer su origen. En realidad, como en otros muchos casos, todo empezó 
con un dibujo animado de siete minutos que dirigió el recién llegado y 
talentoso Frank Tashlin –productor, director, guionista y animador– a 
los estudios de animación de la Columbia a principios del año cuarenta. 
Venía de la Disney lleno de nuevas ideas que no podía realizar allá y 
deseaba probar en su nuevo destino laboral. Uno de los primeros ejemplos
 de la inventiva sin techo del creativo Tashlin fue The Fox and the 
Grapes, estrenado en diciembre de 1941.( Ver VIDEO )
Su versión de la clásica fábula de Esopo que retomaron La Fontaine, 
Samaniego e incluso el amargo Ambrose Bierce, trastrueca el sentido 
original y la supuesta moraleja que se desprende del hecho de que la 
zorra, tras intentar reiteradamente alcanzar las lejanas y altas uvas 
que desea, decreta que están verdes para atenuar su frustración o 
disimularla. Pero no sólo eso: Tashlin fusiona en una sola historia el 
contenido, también invertido, de otra fábula de Esopo, brevísima, en que
 la astuta zorra al ver a un cuervo posado en una rama con un pedazo de 
queso en el pico, comienza a halagarlo respecto de su apostura, su 
sagacidad e incluso su bello canto hasta conseguir que, al intentar 
cantar, el engrupido cuervo abra el pico y deje caer el queso, del que 
la zorra se apodera.
 

 
 
En ambas fábulas originales, la zorra –nuestro proverbial Juan el 
Zorro de la literatura popular– demuestra su astucia y capacidad de 
disimulo y fingimiento para quedar siempre bien parada o beneficiada por
 las circunstancias.
En el dibujo animado de Tashlin, los elementos estás dislocados. Es 
una zorra tonta ingenua y satisfecha la que va al bosque de picnic con 
su canasta (clima bucólico con música acorde y pajaritos) y es un cuervo
 astuto, taimado y simpático el que primero se apodera de toda su comida
 y luego, con el señuelo de unas uvas apetitosas e inalcanzables, lo 
hace llegar a la desesperación más extrema tras sucesivos intentos cada 
vez más complejos y siempre infructuosos, hasta la destrucción total del
 árbol y del mismísimo paisaje devastado por la última explosión previa 
al descubrimiento de que sí, de que las uvas están verdes... Chuck Jones
 reconoció con el tiempo que aquí está el germen de la mayoría de los 
gags que creó para su serie de El Coyote y el Correcaminos. Nada menos.
 

 
 
 
El detalle notable y que convierte al dibujo en un verdadero ajuste 
de cuentas ejemplar, es que el cuervo en un par de oportunidades 
consulta las fábulas de Esopo antes de tomar decisiones respecto del 
camino a tomar en la disputa. Y ese saber es el que le permite torcer el
 resultado, escribir de otro modo la historia.
El extraordinario y novedoso dibujo animado (en una irrepetible época
 de gloria del género) tuvo secuelas, y la pareja se siguió enfrentando a
 lo largo de cinco años más en numerosos episodios ya con otros 
responsables creativos.
Es en este contexto que la editora DC Comics compra la licencia y 
comienza a serializar historietas con los personajes en su revista Real 
Screen Comics, luego en Comic Cavalcade y finalmente en la publicación 
que llevaba el nombre de los protagonistas y que leímos de pibes, 
traducida en México y sin mención de los autores, en aquellos años 
cincuenta. Fueron más de un centenar los números de la revista original y
 en su etapa de mayor esplendor, entre 1953 y 1958, los responsables de 
tales maravillas fueron el dibujante James F. Davis –que nada tiene que 
ver con el Jim Davis autor de Garfield– y una pareja de guionistas de 
larga trayectoria: Cecil Beard y su mujer, Alpine Harper. Los amamos 
desde entonces.
 

 
 
 
Los méritos de La Zorra y el Cuervo son múltiples. En principio, se 
trata de una situación cerrada y recurrente en que dos amigos, la 
burguesa Zorra en su casita del bosque, y su vecino, el marginal cuervo 
que vive en el árbol que está enfrente, disputan por algo. El disparador
 es casi siempre algún bien que el Zorro tiene –comida, algún objeto, 
posibilidad de viaje– y que el Cuervo, mediante engaños múltiples, 
tratará de arrebatarle. Y por lo general lo conseguirá. Eso es todo. Las
 resoluciones pueden ser amistosas o traumáticas, las variaciones, 
infinitas, pero cada vez todo comienza de cero.
El dinámico dibujo de Davis –sobre todo la concreción del entrañable 
personaje del Cuervo, un atorrante querible de sobrerito y toscano como 
los manáger de boxeo o los jugadores de poker en taberna clandestina– 
tiene hallazgos memorables, como el dinamismo en eterna carrera del 
pajarraco, la entrada y salida rauda del árbol que es su casa, y la 
representación del clímax de discusión entre ambos contendores 
prácticamente en el aire, con las caras de perfil, enfrentadas a 
distancia mínima y con los ojos casi salidos de sus órbitas mientras los
 globitos de diálogo se llena de amenazas y exclamaciones. Un clásico 
que los chicos solíamos imitar.
 

 
 
 
Pero acaso el elemento mágico y recurso genial de la historia, 
disparador de maravillas, se lo debemos a los guionistas. 
Memorablemente, el Cuervo tiene, en su único y pobre ambiente, un gran 
baúl con un cartel explicativo de su contenido: “Disfraces para toda 
ocasión”. A partir de esa posibilidad transformista del Cuervo y de la 
ingenuidad contaminada de ambición y codicia de la Zorra, todo puede 
suceder. Sólo basta con que golpeen a la puerta de la casita y la Zorra 
se encuentre con una princesa de peluca empolvada, un detective con lupa
 y solapas levantadas, un bombero con manguera y todo… Y el evidente 
Cuervo disfrazado y la cara de asombros siempre renovado de la Zorra es 
de las cosas que podríamos volver a ver miles de veces. Y queremos que 
el Cuervo gane, claro.
Alguien que, maltratado por las fábulas, las releyó para cambiar la 
historia desde el lugar de los marginados, merece siempre toda nuestra 
simple.
 
 
 
 
 
 
 
 
    
         
        
     
  
        
 
  
  
  
 
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